Llego a las puertas cerradas del Ateneo Cooperativo Nosaltres y, tal como habíamos acordado, hago una llamada perdida a Guille, que me espera dentro. Son las 11 de la mañana y es extraño ver la verja bajada a esa hora, como raro es también ver las calles de Lavapiés tan solitarias. Repartidores en bici, algún perro tirando de su dueño y, eso sí, una larga cola de vecinos, separados por un par de metros entre sí, que rodea la manzana del Carrefour de la plaza. Poco más.
Guille tarda pocos segundos en salir a mi encuentro. Me invita a entrar al local a través del portal de vecinos contiguo, nunca había entrado por ahí a Nosaltres. Bajamos al sótano y, entre maniquíes de madera, perchas y cintas métricas, entramos en el espacio que gestiona el colectivo de costura y reciclaje Cósetelo tú. Mientras le retrato con mi cámara, él secciona grandes pliegos de tela azul con su cortadora eléctrica y me cuenta cómo surgió la idea de fabricar mascarillas para prevenir contagios por COVID-19.
Resulta que tomó la idea de un colectivo alicantino que las había fabricado para un hospital de allí. “El material que usamos, de polipropileno, no está técnicamente homologado pero allí el departamento de Medicina Preventiva le dio el visto bueno, así que…”. Ante la total incapacidad de la industria para cubrir la demanda de estos nasobucos, diversos colectivos como Cósetelo tú se han puesto manos a la obra para tratar de aminorar el desabastecimiento entre la ciudadanía. Aunque la mayor parte de las mascarillas que se comercializan no son EPI y, por tanto, no garantizan la protección contra el virus, sí parece que pueden aminorar el riesgo de transmisión por microgotas de saliva.
Una vez que Guille termina de cortar los tejidos en fragmentos iguales, se dispone a repartirlos entre varias vecinas del barrio que se han ofrecido para confeccionar el producto, siguiendo el patrón indicado. De esta primera remesa, saldrán 500 unidades y ya hay prevista una próxima tirada de 900. Han pensado en todo, también en la esterilización, así pues, cuando reciban todas las mascarillas acabadas, procederán a desinfectarlas con productos adecuados antes de su distribución.
Mientras me explica el proceso, recibo un mensaje de whatsapp de uno de los responsables del colectivo Cuidados Centro. Es uno de los muchos colectivos de apoyo mutuo que se han creado en los barrios de la ciudad para atender, aun a riesgo de contagio, las necesidades de ciudadanos que, confinados en sus casas, no pueden salir a la calle para hacer gestiones básicas como la compra de alimentos o fármacos. Según me dicen, les ha parecido buena mi proposición de documentar la labor que realizan, así que me cito con Sara, una de sus integrantes. Ella también vive en Lavapiés y va a salir a hacer la compra.
La ruta comienza en el mercado de San Antón. Sara elige fruterías y pequeños comercios, dejando para el final el supermercado, donde comprará lo indispensable. Entre foto y foto, me cuenta por el camino que pertenece al jardín comunitario Esta es una Plaza, un lugar agradable en el barrio donde la gente comparte la crianza de los niños, una cerveza o las labores del huerto urbano. Hablamos de esta locura que está ocurriendo y de cómo ha afectado a familias precarias. Me cuenta que Los Dragones de Lavapiés, el equipo de fútbol del barrio, está ofreciendo su local para almacenar donaciones de alimentos y distribuirlas entre quienes lo necesitan. En concreto, la comunidad bangladesí lo está pasando mal.
Saliendo de la panadería, Sara asegura que, dentro de lo malo, esta es una buena oportunidad para crear tejido social, integrando a personas que no serían accesibles en otras circunstancias pues, cuando surgen necesidades, las relaciones sociales se intensifican. Me sorprendió ―o no tanto― saber que su colectivo está compuesto exclusivamente por mujeres, a pesar de que el género no es un requisito para participar.
Finalmente llegamos a la puerta de la casa de Juan, el destinatario de la compra. Siempre manteniendo varios metros de distancia, me cuenta que es asmático y que por eso ha considerado que salir a la calle sería para él un riesgo excesivo. Es joven, muy agradable, y se le ve hastiado por tantos días de confinamiento. Nos despedimos de él.
También me escriben desde la Red de cuidados Chamberí. Yo no lo sabía pero resulta que en esa plataforma participa Teresa, una chica muy simpática a la que conozco hace años por haber colaborado en colectivos como Holes in the Borders (cooperando con los solicitantes de asilo en Madrid y Atenas) o No Somos Delito (contra la “Ley Mordaza”).
Mientras la acompaño con mi cámara al hombro, me cuenta que es importante para ellos no mostrarse como héroes ni aceptar un roll asistencialista. “Tratamos de suplir las carencias que están aflorando durante esta crisis sanitaria, pero a la vez denunciamos que esto ocurre por los grandes recortes efectuados sobre los servicios sociales y las ayudas a la dependencia”. Según me cuenta, sólo en el barrio de Chamberí, hay 6 grupos de cuidados que suman, en total, a 116 participantes y esto va en aumento. Entre risas, me confiesa que ya hay más voluntarios que perceptores de la ayuda. Llegamos a la casa de una vecina.
―¿Cómo vamos, Belén?
―Bien… Poquito a poco ―responde una señora mayor con la voz apocada, probablemente pronunciando sus primeras palabras del día.
―¡Bueno, esperemos que esto acabe pronto!
―Creo que aún queda un poco ―dice la señora con resignación― ¿Cuánto ha sido?
―22 euros. ¿Vive sola?
―Sí
―Puede llamarnos cuando quiera, si necesita otra compra o si le apetece hablar con alguien ―le dice Teresa en un tono dulce, ligeramente distorsionado por la mascarilla.
Aunque Chamberí no se caracteriza por la precariedad, sí que alberga vecinos en situaciones complejas, ya sea por problemas económicos o por la soledad.
Tratan de pasar desapercibidos estos voluntarios pero, en una de las calles del barrio, algunos vecinos no han podido evitar dedicar desde sus balcones los aplausos a la Red de cuidados.
Tantos voluntarios, tantos colectivos solidarios repartidos por la capital y a lo largo del Estado… raro sería que no haya surgido ya una plataforma digital que ofrezca a todas estas iniciativas la posibilidad de ofrecer su ayuda a la ciudadanía. Efectivamente, un par de preguntas a voluntarios me bastarán para descubrir que mi sospecha no era descabellada. Frena la curva es el nombre de la página web que ha tratado de dar cobertura digital a todas las personas que quieran aportar su granito de arena en esta lucha para que nadie se encuentre desamparado. Nació en tan sólo 48 horas e inicialmente se trataba de un proyecto impulsado por el Gobierno de Aragón, aunque rápidamente pasó a ser de gestión ciudadana.
Igual que todos los caminos lleva a Roma, todos los hashtags me llevan a Patricia, una amiga de los tiempos del 15-M que actualmente es responsable de redes en este proyecto. Me invita a su ático, desde donde está realizando sin descanso ―y en confinamiento― su tarea.
―Hola Patricia, no te doy dos besos porque…
―Je, je, je, no, mejor lo dejamos para otro momento.
Tengo poco tiempo para realizar la fotografía porque Patricia tiene que comenzar una videoconferencia así que voy un poco acelerado. Mientras mido la luz de la habitación, veo en la pantalla de su ordenador el mapa de frenalacurva.net, con sus características chinchetas repartidas sobre él. Este mapa sirve para geolocalizar cada uno de los ofrecimientos o necesidades que los ciudadanos publican. Sí, también necesidades, porque además de voluntarios, también se pueden registrar en la web personas que demandan algún tipo de asistencia. Cada una de estas personas, ya sean voluntarios o demandantes, se muestran en el mapa con forma de chincheta y, con un clic de ratón, podemos obtener sus datos de contacto. Estas chinchetas están diferenciadas por colores según se trate de una necesidad propia, una necesidad de intermediación o un ofrecimiento. Una cuarta tipología son los denominados servicios públicos, Patricia resalta la importancia de esta modalidad. Se trata de funcionarios que, aun estando exentos de ir a trabajar, ofrecen gratuitamente asesoramiento sobre cómo realizar gestiones online en los diferentes organismos públicos. Esto es especialmente valorado ya que hay mucha confusión respecto a la forma de proceder, ahora que buena parte de las administraciones permanecen cerradas. Solicitar la ayuda por desempleo, trámites de Hacienda, etc… Los administradores del proyecto, que también trabajan de forma altruista, se afanan en que no haya ningún anuncio que esté asociado a un interés económico.
En total, 2.734 ofrecimientos de ayuda recoge la web en ese momento. Parece que, una vez más, internet está ofreciendo grandes posibilidades para canalizar la solidaridad popular. Cuando voy saliendo de la casa de Patricia, se percata de que me había dejado en el suelo mi acreditación de prensa.
―¡Uf! Me has ahorrado una multa ―le digo.
―O tener que volver a subir tres pisos sin ascensor ―me responde riendo.
De camino a casa, me llega por un grupo de Whatsapp la noticia algo farragosa de que la presidenta de la Comunidad de Madrid se ha retractado de la autorización y validación que emitió su Gobierno días atrás para aceptar las donaciones de material que diferentes colectivos están fabricando con impresoras 3D para suplir la falta de suministros que los hospitales vienen sufriendo por el desabastecimiento de viseras protectoras, fungibles de los aparatos respiradores, etc… Según Díaz Ayuso, el problema radica en la falta de homologación de los productos pero, más que prohibir expresamente, se han limitado a anular su propia autorización. Mientras tanto, desde el Ministerio de Sanidad, advierten que las competencias para emitir tal homologación no recaen sobre la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) sino que es el Instituto Nacional de Seguridad en el Trabajo (INSST) quien debe asumir tal acometido puesto que los equipos de protección individual no son productos sanitarios. Nadie quiere hacerse responsable ya que temen ser demandados si algún médico cae enfermo. Mientras el Gobierno de la Comunidad de Madrid y el Ministerio de Sanidad se pasan la patata caliente, Los makers y los sanitarios permanecen en estrecha relación y no han cesado su actividad pues opinan que, más allá de disquisiciones políticas, siempre estarán mejor protegidos usando ese material. Dadas las circunstancias, parece obvio que no sería razonable rechazar el ansiado material de protección para médicos y enfermeras por una mera cuestión burocrática. Esta polémica me incitó a ponerme en contacto con el colectivo Coronavirus Makers, el cual reúne a miles de particulares diseminados por el Estado que están fabricando productos con sus impresoras 3D domésticas. Se comunican a través de grupos de Telegram y crean grandes redes, en Madrid incluso están segregados por barrios para facilitar la comunicación. Entrar en cualquiera de esos grupos es volverse loco con infinidad de mensajes sobre dudas técnicas, peticiones de archivos STL (los utilizados por este tipo de impresoras) o debates sobre qué modelos de visera está obteniendo mejores resultados.
Me pongo en contacto con Javier, uno de los miembros del grupo en el que he entrado, quien se ofrece amablemente a que le visite en su casa. Vive sin niños ni ancianos, lo cual favorece que nuestro encuentro sea distendido aunque, por precaución, no me olvido de ponerme la mascarilla. “Pasa al laboratorio” me dice irónicamente mientras abre la puerta de una de las habitaciones de su casa. Allí está la impresora 3D desplazando su inyector de lado a lado para formar una de las piezas de una visera. Le pregunto si él produce la visera completa y me confiesa que lo ha intentado pero hasta ahora no ha logrado tener en casa todos los productos necesarios. La mayoría de los ‘makers’ forman parte de una cadena de montaje: unos imprimen la diadema, otros cortan la pantalla de acetato transparente, otros realizan el ensamblaje, otros se encargan de la desinfección y, finalmente se procede a la distribución por los hospitales o centros de atención que lo hayan demandado. El proceso de impresión es muy lento ya que, al no tratarse de maquinaria industrial, se necesita alrededor de hora y media en obtener una sola pieza. En algunos departamentos de universidades, donde se dispone de varias máquinas y modelos más “profesionales” los tiempos se reducen sensiblemente. Algo más de tiempo ha necesitado Javier pues, según cuenta, su gato se ha comido en alguna ocasión el filamento que usa la máquina, así que debe mantenerlo apartado. Me despido de él y de su pareja.
En mi recorrido a través de diversos colectivos solidarios, he podido comprobar que son muchos los que no han dudado en fortalecer lazos cooperativos para no dar la espalda a los más vulnerables. Son conscientes de estar supliendo las funciones que el Estado, en buena medida, hubiese podido garantizar de no haberse impuesto duros recortes en la sanidad pero ahora es momento de salir de esta situación entre todos y ya llegará el momento de exigir responsabilidades. El Gobierno, pese a las drásticas medidas adoptadas para hacer frente a la crisis, a duras penas logra dotar a los hospitales del número de profesionales que hubiésemos encontrado en un día normal hace años, antes de los recortes. De las condiciones en que están trabajando estos sanitarios, mejor no hablar.
Entre tanto, lejos de la romantización del confinamiento, varias organizaciones trabajan ya para evitar que esta situación de colapso sea utilizada para restringir derechos de cara al futuro, para vulnerar la intimidad de los ciudadanos o para legitimar las políticas más represivas. Parece que este drama -no olvidemos que es un drama- ha podido abrir pequeñas brechas en el sistema, tanto a nivel institucional como en las relaciones interpersonales y, tal vez, esté en manos del pueblo disputar en qué dirección se producen los cambios que, según parece, se irán produciendo a medida que vayamos superando este acontecimiento sin precedentes.
Juan Zarza
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