Creo que nadie duda a estas alturas que, atendiendo a la solidaridad vecinal que uno puede encontrar en los diferentes barrios de la capital, Lavapiés ocupa un digno lugar. Ni si quiera la dichosa gentrificación parece haber logrado mermar esa especie de… cómo llamarlo… esa predisposición a mantener una identidad de barrio, siempre basada en el apoyo mutuo. Tal vez sea su famosa interculturalidad uno de los acicates que promueven tal actitud.
Me viene a la cabeza mi último viaje por el Atlas, un territorio donde uno puede encontrar constantes muestras de hospitalidad, sorprendentes para un europeo y que sólo tienen explicación si se tiene en cuenta el pasado nómada de los bereberes. También, y en un sentido contrario, estoy pensando en un inquietante documental que vi hace un par de años, titulado La teoría sueca del amor. Una pieza basada en el estilo de vida del país escandinavo en la que su autor parece dejar entrever que el alto nivel de vida de sus habitantes ha propiciado un fuerte aislamiento que, entre otras cosas, acabará por provocar –pido disculpas por el spoiler– que muchos ancianos mueran en la más absoluta soledad. Digo inquietante porque sólo la omnipresente cultura capitalista daría a todo ello una explicación apenas tranquilizadora, ¿o es que sólo la necesidad nos impulsa a mantener lazos afectivos? Sea como fuere, migración y necesidad son dos ingredientes que nunca faltaron en la gastronomía de Lavapiés.
La cuestión es que este barrio, diría que para bien, cuenta con vecinos provenientes de unos 88 estados y, algo que es aún más relevante, no están aquí para hacer turismo sino para ganarse la vida. Aquí no hay jeques árabes llegados en yate –permitidme la simpleza– aquí hay moros contra los que levantamos alambradas. También senegaleses, muchos vecinos procedentes de ese país se ganan la vida con la manta, jugando incansablemente al escondite con la Policía. Y no podemos olvidar la comunidad bangladesí, que regenta una parte de las tiendas de comestibles y restaurantes. Mención especial habría que hacer a los lateros ‘bangla’, ¿quién no recurre a ellos en esas calurosas noches de verano, en la escalinata de la plaza de Arturo Barea?
Gente humilde, al fin y al cabo y, en este contexto que describo, llega el coronavirus. Y parece obvio que el forzoso confinamiento –sí, voluntario, pero forzoso– no será llevadero para estas economías precarias de las que hablo, así que no queda otra que activar los mecanismos de solidaridad en las diferentes comunidades.
Me llegan rumores de que los Dragones de Lavapiés, el equipo de fútbol juvenil del barrio ha convertido su local en una suerte de despensa donde están almacenando alimentos procedentes de donativos particulares para apoyar a los colectivos más desfavorecidos del barrio, así que me dispongo a visitarles. Al llegar, me saluda Lucía, quien está en la puerta atendiendo las llegadas. Ya habíamos coincidido antes por el barrio pero no la reconocí inicialmente por la mascarilla. Dentro, veo a una vecina de origen árabe introduciendo en su carro de la compra algunos alimentos que va seleccionando de entre los productos que hay repartidos por la sala: Leche, pasta, latas de conserva… Al fondo, dos hombres comentan frente al ordenador una tabla Excel.
Casualmente, allí encuentro también a Rabi, un precoz activista nacido en Bangladés al que conocí hace tiempo cuando, a sus 16 años, ya estaba involucrado de pleno en diversos movimientos sociales. Le pedí que me pusiera en contacto con la comunidad bangladesí y me acompañó a la mezquita Baitul Mukarram donde precisamente en ese momento se estaba haciendo un reparto de alimentos entre los vecinos. No olvidemos que la mayoría de los bangladesíes profesa esa religión. De hecho, días atrás estuve fotografiando la oración Yumu’ah del viernes que dedicaron desde sus negocios y balcones a los profesionales sanitarios.
Allí estaba Mohammad Fazle Elahi, presidente de la Asociación Valiente Bangla a quien ya he fotografiado sosteniendo la pancarta de cabecera de más de una manifestación antirracista. Tras más de diez años en España, es una persona muy respetada por sus paisanos en el barrio. Me cuenta que se han organizado para que quienes tengan negocios más prósperos, hagan aportaciones que sirvan de alivio a los familiares y amigos a los que el confinamiento ha dejado sin lo mínimo para ir tirando. Me descalzo y entro en el templo. Sobre la moqueta roja, veo que han colocado ordenadamente alimentos de uso cotidiano. Garrafas de aceite, sacos de patatas, pan, arroz, huevos, son algunos de los productos donados que llenan el mismo espacio en que semanas atrás, el imán predicaba a sus fieles que, si alguien posee 40 monedas, puede quedarse con 39 pero al menos una ha de ser destinada a quien más lo necesite. Esta enseñanza no parece distar mucho del controvertido precepto católico de la caridad, pero creo que no es el momento de hacer un análisis puntilloso de la moral religiosa.
Aunque en principio estos donativos están destinados a paliar los efectos del confinamiento en los grupos más frágiles de la comunidad bangladesí, en el rato que pasé allí haciendo fotografías, pude ver a Elahi dar un saco de patatas a una vecina marroquí y llevando bolsas de pan a la Asociación de los Inmigrantes Senegaleses (Aise), que tiene su sede a pocos metros de la mezquita. Puede percibirse en el ambiente un cierto nerviosismo. A una mujer se le rompe la caja de cartón en que transportaba varios kilos de comida y, mientras tanto, la policía se esmera en que todos mantengan una distancia mínima de seguridad.
Según me cuentan, en Valiente Bangla están realizando también una difícil labor de traducción e interpretación al asistir a vecinos que no hablan castellano ya que no quieren que se repita un hecho tan trágico como el reciente fallecimiento de Mohamed Abul Hossain, quien murió en su domicilio por COVID-19 tras seis días esperando una asistencia médica que nunca llegó.
Me alejo del ajetreo de las bolsas de comida y las largas colas para visitar a unos vecinos que me abrirán sus puertas con el objeto de mostrar su realidad. Se trata de un grupo de diez personas procedentes de Bangladés que conviven en un piso cercano. Amablemente me acompañan a su casa y me invitan a pasar. Me disculpo por no darles la mano, dadas las circunstancias, y tímidamente voy pidiendo permiso para realizar algunas fotos mientras converso con ellos. Siento que estoy invadiendo su intimidad porque todas las estancias de la casa son usadas como dormitorios y allí estoy yo, con mi cámara, pero a medida que me muevo entre las camas, me sonríen y no percibo que estén incómodos.
Inconscientemente, tal vez por la luz que entra por los balcones de lo que debería haber sido la sala de estar, permanezco en ese lugar más tiempo que en el resto de la casa y algunos se sientan sobre los colchones que hay alrededor de mí. Las paredes están desnudas, salvo por algunos cables de electricidad y todo está bastante ordenado. Charlamos un rato y las barreras idiomáticas no impiden que nos entendamos sin mucha dificultad.
Casi todos ellos consiguen escasos ingresos mediante la venta ambulante de latas ya que, al no haber obtenido el permiso de residencia, no pueden aspirar a ningún trabajo legal. El negocio de las latas, según me aclaran, no es muy rentable ya que sólo los fines de semana se hace algo de dinero. Entresemana, tratan de compensar las bajas ganancias vendiendo en Sol esas características hélices luminosas que lanzan al aire. Nazrul me cuenta que él sí trabaja en establecimientos y que, de no ser por el estado de alarma decretado, ahora ya habría viajado a Palma de Mallorca para hacer allí la temporada turística como en años anteriores. Mientras charlo con ellos, me pregunto si estarán pagando un alquiler muy alto ya que en Lavapiés apenas quedan pisos a un precio razonable. No tardan en confirmarme que no es barato y no confían en que su casero vaya a bajar el precio durante este duro periodo, así que su única opción es optimizar el espacio al máximo, introduciendo unas tres camas en cada habitación. La convivencia estos días debe estar siendo especialmente difícil.
A pesar de las dificultades que encuentran para obtener los ansiados papeles, hablan de España en un tono positivo. Dicen que no es el país europeo más difícil para conseguir la regularización y, mientras me lo dicen, observo que hay una bandera rojigualda colgada del balcón. “Está ahí desde los últimos mundiales” me aclara uno de ellos sonriendo. Lo que más parece dolerles es que la Policía les confisque las latas cuando tratan de venderlas por las calles pues esto supone para ellos una pérdida difícil de remontar.
Me despido de ellos para dirigirme a la Aise, donde los vecinos de Senegal están haciendo cola para abastecerse de alimentos ya que los responsables de la asociación han logrado crear una caja de resistencia a través de un crowdfunding que lanzaron en redes sociales la semana pasada.
Su portavoz, Cheikh Ndiaye, me cuenta que está en contacto con familias que atraviesan un momento crítico. Denuncia que para un senegalés es muy difícil regularizar su situación. Uno de los requisitos es que puedan demostrar arraigo (estancia continuada de 3 años dentro del Estado), “¿y de qué vives mientras tanto? Ahora dicen que van a regularizar los papeles de muchos migrantes porque necesitan mano de obra en el campo durante el confinamiento. Esto muestra la falta de humanidad y la mala gestión de los gobiernos de este país. Ayer murió un vecino de Senegal que tenía menos de 50 años, dejando a su pareja embarazada de ocho meses. Se contagió en un hospital, nosotros no somos ajenos a esta enfermedad, nos toca a todos”. Insiste en la necesidad que han sentido de aliarse entre ellos: “Somos todos uno, somos una comunidad. Todo se cuece en una misma olla”.